Al Margen 

Debemos eliminar la visión clasista que enrarece los procesos democráticos en México

Al Margen

Adrián Ortiz Romero Cuevas

Martes 12 de junio de 2018.

En México parece que las expresiones clasistas tienen aceptación a perpetuidad. En las últimas expresiones lanzadas entre partidos, y por los propios candidatos presidenciales, podemos encontrar frases tan escalofriantes como la espetada por Andrés Manuel López Obrador en contra de su homólogo Ricardo Anaya Cortés: “Ricky riquín canallín”. Y la forma en cómo ha sido atajada dicha frase nos recuerda que el clasismo parece estar en el tuétano mismo de la vida pública mexicana: durante el fin de semana, legiones en redes sociales se dedicaron a viralizar otro meme que hacía alusión a “la mugre” en los codos de quienes querrían votar por Morena. ¿Por qué aceptar este lamentable nivel en el intercambio público?

En efecto, no es la primera vez que este tipo de expresiones se hacen presentes en el debate y la interacción entre candidatos y partidos políticos. De hecho, todo esto parece ser en realidad un reflejo de la forma en cómo los mexicanos acostumbramos a relacionarnos en nuestra vida cotidiana, y cómo nos tasamos cuando se trata de hacer distinciones entre grupos de personas. Lo que en otras sociedades está perfectamente ubicado como racismo, en realidad en México se demuestra en expresiones de clasismo que buscan ubicarnos no por el color de la piel o las características físicas, sino por la posición social y económica que se guarda frente a los demás.

Por eso, de entrada vale la pena revisar qué entendemos por racismo y qué por clasismo. En el primero de los conceptos, podemos entender que racismo es la defensa del sentido racial de un grupo étnico, especialmente cuando convive con otro u otros, así como también se designa la doctrina antropológica o la ideología política basada en este sentimiento. Clasismo, por su parte, podemos entenderla como la actitud de quienes defienden la discriminación por motivos de pertenencia a otra clase social

Ahora bien, en México el clasismo es para nosotros cosa de todos los días, tanto que en muchos casos damos por sentado que la gran mayoría de las inconformidades y desencuentros que se dan en nuestra sociedad tienen como punto de partida las desigualdades sociales. Vamos, en el caso de la protesta de una comunidad en Puebla hace unas semanas, en la que murió un menor supuestamente por una bala de goma lanzada por elementos policiacos, uno de los temas que se encuentran en el fondo es la noción de que esas, y muchas otras personas, luchan y se inconforman por pobres, y esa es la misma razón por la que las autoridades las desprecian y en lugar de atender sus problemas, deciden mandarles a la policía para que disuelva las manifestaciones.

Así, ese que es un ejemplo grave se manifiesta en otros, que son menos elevados. Nosotros los mexicanos a diario hacemos chistes, mofas, burlas y escarnio de todas aquellas personas que no pertenecen a nuestro círculo social, ya sea porque son de estratos superiores o inferiores.

¿A poco no para nosotros es cosa de todos los días burlarnos de quien tiene más, o de quien tiene menos, y por ese solo hecho nos sentimos con derecho de afirmarlo incluso públicamente? Ese clasismo es tan nocivo, al final, como el racismo que sigue prevaleciendo en otros países.

 

CLASISMO, CONSOLIDADO

En febrero pasado, Andrés Manuel López Obrador, llamó ‘pirrurris’ y ‘fifís’ a dos intelectuales mexicanos que previamente le habían criticado su renovada proclividad a las alianzas y los perdones con políticos encumbrados en escándalos de corrupción. En este ayuno de ideas, no existen debates ni argumentaciones, sino sólo adjetivos en contra del adversario. Y en este tenor, lo mismo hizo este fin de semana el dirigente nacional del PRI, Enrique Ochoa, que descalificó a los ‘prietos’ de Morena ‘porque ya no aprietan’. Ese nivel de bajeza demostrado todavía en el periodo de precampañas, parece haberse consolidado con las recientes expresiones cargadas de un nivel de desprecio y clasismo que debería estremecernos a los mexicanos.

Y es que en aquella ocasión, en febrero, a López Obrador lo rebasó la crítica y el rechazo social a sus expresiones en contra de quienes ejercen, igual que él, su libertad constitucional para decir y escribir lo que piensan. En aquel momento, López Obrador se defendió diciendo que él había también ejercido su derecho a criticar a los dos intelectuales que le habían cuestionado su decisión de ‘perdonar’ a sus ex adversarios y sumarlos a su campaña (a pesar de que varios de ellos están involucrados en escándalos de corrupción), sin considerar que, si bien como ciudadano sí puede y debe tener su criterio con respecto a las demás personas, pero que su posición de aspirante presidencial lo hace distinto a la de los intelectuales, que entre sus tareas ejercen el oficio periodístico.

Pocos repararon en que los ataques lanzados en aquel momento por AMLO contra Jesús Silva-Herzog Márquez y Enrique Krauze, envolvían ese profundo desprecio y clasismo que tanto daño nos hace como mexicanos. A ambos los llamó “pirrurris’ y ‘fifís’, como tratando de establecer que desde la clase alta, la de los ‘pirrurris’ y los ‘fifís’, se le estaba intentando frenar en sus aspiraciones y en su ruta hacia la Presidencia de la República. Inmediatamente después fue más allá, asociando esos calificativos con el hecho de que ellos eran, además, ‘agentes de la mafia en el poder’.

Algo similar, aunque en su propio contexto, ocurrió por esos mismos días con el entonces líder nacional del PRI, Enrique Ochoa Reza. Tratando de ubicar la clásica posición entre buenos y malos  —como es muy común en la política nacional, aunque ello sea un sofisma eficaz pero riesgoso—, Ochoa dijo que los ‘prietos’ de Morena ‘ya no aprietan’.  Evidentemente, no se refería a los tránsfugas priistas, sino que la esencia de su comentario iba a la descalificación común entre los mexicanos, al de color de piel más oscura, no por la raza sino por la posición social que se supone que eso representa entre habitantes de una misma sociedad.

Dijo ‘prietos’ por la alusión al partido de López Obrador, aunque ese descalificativo también pudo haber sido hacia los ‘indios’, hacia los ‘yopes’, o hacia los de ‘tez humilde’, como dice la gente coloquialmente refiriéndose a que los de piel oscura son más pobres, más segregados, más marginados y menos aceptados que los de tez blanca, que evidentemente es entendido, socialmente hablando, como lo contrario a quienes son por definición la clase baja por ser de piel oscura. Dicha expresión, es muy similar a la lanzada recientemente, que dice que quienes van a votar por Morena no necesitarán llevar un crayón: que con la “mugre de sus codos” podrán marcar la boleta.

 

¿ESTO EDIFICA EN ALGO?

Evidentemente no. Y no sólo no lo hace sino que contribuye a dividirnos como sociedad, y nos invita a seguirnos viendo con recelo y antipatía sin reparar en que todos estamos anclados a un mismo destino nacional: ese destino que nos carga a todos por igual cuando desde el poder se toman decisiones que nos afectan a todos. Divididos estamos mejor. Y con el fomento al clasismo, parece que se tiene el arma perfecta.

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